Hablar del gaucho es hablar de libertad, destreza y coraje. Figura emblemática del campo argentino, el gaucho vivía a caballo, trabajaba la tierra, y en su cintura llevaba siempre su compañero más fiel: el cuchillo. No era un adorno ni un lujo: era herramienta, defensa, utensilio y símbolo. En la soledad de la pampa, el cuchillo era tan indispensable como el mate o el lazo.

Durante los siglos XVIII y XIX, el gaucho usaba el cuchillo para todo: carnear, cocinar, cortar sogas, tallar madera y, llegado el caso, defender su honor. Su portación era parte del atuendo diario, envainado en el cinto o cruzado en la faja. El modelo más común era el facón, de hoja larga y mango robusto, aunque también se usaban el verijero (más corto, más práctico) o el puñal de trabajo. Muchos los fabricaban ellos mismos, o los heredaban de padres y abuelos.

Pero más allá de su uso práctico, el cuchillo se volvió un símbolo. En las pulperías o en los duelos criollos, se medía la destreza de un hombre por cómo manejaba el acero. Y con el tiempo, esa tradición fue pasando de generación en generación, transformando al cuchillo criollo en una pieza de identidad nacional. Hoy, en cada asado, en cada corte, en cada producto artesanal que honra esa historia, el espíritu del gaucho sigue presente. En Gran Criollo creemos que el cuchillo no es solo una herramienta: es una forma de recordar quiénes somos y de dónde venimos.